Graciela Tomassini | Botellas

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Hay una vitrina en Roma donde se exhiben botellas de diversos tamaños, formas y colores. 

Botellas ínfimas, hechas para contener perfumes o portar venenos, botellones opalinos, vasijas ventrudas de vidrio sutil, cuya entraña perfectamente esférica gesta interminablemente un navío construido con fósforos o escarbadientes; vasos rojos en forma de zapatilla de baile o de papagayo, una botella como un ánade azul, otra como un tigre amarillo, retortas, redomas, botellas de Leyden, tubos de ensayo, generosas damajuanas con picos de pájaros, vasijas con forma de cabeza de cerdo o de pirata, otras como manos rosadas o blanquísimas, con uñas pintadas.

Abigarradas en el discreto espacio del exhibidor suavemente iluminado, las botellas componen una perfecta naturaleza muerta. Vaciadas de los licores que alguna vez contuvieron, las variopintas redomas conservan un sedimento púlveo o viscoso de vino, sangre, tósigo, agua tofana, cuya prolongada ausencia no evita que las huellas tiñan levemente los fondos, como una resaca que no termina de despedirse.

Los brillos pálidos, exangües, de los vidrios vacíos cruzan sus reflejos bajo los focos empañados, y uno se pregunta si dialogan en la cálida noche romana, si se cuentan historias de fogosas pasiones o crímenes secretos, o si en cambio esperan que un incauto coleccionista ceda al impulso de comprar alguna, seducido por su rareza. En ese caso, el maleficio no se activará mientras el corcho permanezca en su sitio.





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