MACEDONIO HERNÁNDEZ MicroFricciones en EDICIÓN CYRANO
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COZUMEL, TIERRA DE GOLONDRINAS
Las golondrinas regresan a la barranca del río. Cerca del lugar nace una nena, los ojos color de tierra.
Su madre la llama Cozumel.
Cozumel, en lengua de lejanas tierras de América, significa “Tierra de Golondrinas”.
El día en que nace Cozumel, con el regreso de las golondrinas a la barranca del río, su abuela planta un árbol en el jardín del fondo de la casa.
La abuela cava un pozo en la tierra y esa tierra desalojada del mundo va a dormir en la penumbra tibia de una vasija de barro.
Tierra de la tierra en una vasija de barro.
El árbol crece según los arcanos de la naturaleza. Es un limonero. Pero esa es otra historia.
Volvamos a la tierra que duerme en una vasija de barro.
Esta tierra tomada del mundo para plantar un árbol deberá regresar al mundo.
Y ahora enuncio la forma del regreso.
Al paso de cada año, el mismo día de cumpleaños de Cozumel, un puñado de esa tierra deberá reponerse en la tierra del mundo.
Los primeros años, la mano de Cozumel es guiada por la mano de su madre.
Y hubo un puñado de tierra haciendo un hoyo para jugar a las bolitas. Y hay otro haciendo barro para el nido de un hornero.
Y habrá un puñado de tierra en la tumba de la abuela.
Cenizas de la vida. Tierra que retorna a la tierra. Polvo de estrella somos.
Con el tiempo, los puñados de tierra siguen regresando al mundo.
Hubo un ladrillo en cierta casa. Hay una cuna para lágrimas de amor. Y habrá huellas de las manos de los hijos de Cozumel en láminas de barro cocido.
Las golondrinas siguen llegando a la barranca del río.
¿Cuántos años vive una golondrina?
Ya no son las mismas. Pero son las mismas.
Más puñados de tierra regresan al mundo. Hubo una casa de hormigas. Hay una máscara que ríe. Y habrá una golondrina de barro en la biblioteca de mi casa.
La semana que viene habrán pasado 87 años desde aquel día en que Cozumel naciera y su abuela cavara un pozo en jardín del fondo de una casa para plantar un árbol.
¿Cuántos años vive un limonero?
La semana que viene habrán pasado ya tres meses desde el día en que murió Cozumel.
A tres meses de una muerte y a una semana del recuerdo de haber nacido, yo tengo conmigo la vasija con la tierra que aún no ha vuelto al mundo.
Y me pregunto qué debo hacer con ella.
¿Enterrarla en el olvido?
¿Dejar que los hijos de Cozumel renueven el ciclo?
A veces, pensar la tierra nos lleva a hacer agua por todas partes.
Y el resumen de todo siempre será el barro de existir.
Entonces, tal vez un nuevo limonero crezca en una vasija de barro que contiene tierra del mundo.
Somos un efímero lugar en la vida.
O quizás tal vez acaso en la barranca de un río, a la espera de las próximas golondrinas de primavera…
Somos un instante en el tiempo de todo.
Tierra de la tierra. Polvo de estrellas. Puñados de cenizas.
Tierra que vive.
Hay una vitrina en Roma donde se exhiben botellas de diversos tamaños, formas y colores.
Botellas ínfimas, hechas para contener perfumes o portar venenos, botellones opalinos, vasijas ventrudas de vidrio sutil, cuya entraña perfectamente esférica gesta interminablemente un navío construido con fósforos o escarbadientes; vasos rojos en forma de zapatilla de baile o de papagayo, una botella como un ánade azul, otra como un tigre amarillo, retortas, redomas, botellas de Leyden, tubos de ensayo, generosas damajuanas con picos de pájaros, vasijas con forma de cabeza de cerdo o de pirata, otras como manos rosadas o blanquísimas, con uñas pintadas.
Abigarradas en el discreto espacio del exhibidor suavemente iluminado, las botellas componen una perfecta naturaleza muerta. Vaciadas de los licores que alguna vez contuvieron, las variopintas redomas conservan un sedimento púlveo o viscoso de vino, sangre, tósigo, agua tofana, cuya prolongada ausencia no evita que las huellas tiñan levemente los fondos, como una resaca que no termina de despedirse.
Los brillos pálidos, exangües, de los vidrios vacíos cruzan sus reflejos bajo los focos empañados, y uno se pregunta si dialogan en la cálida noche romana, si se cuentan historias de fogosas pasiones o crímenes secretos, o si en cambio esperan que un incauto coleccionista ceda al impulso de comprar alguna, seducido por su rareza. En ese caso, el maleficio no se activará mientras el corcho permanezca en su sitio.
Aquel día. Lo recuerdo. Se rompió. Estaba roto. Era un pájaro inmóvil. Suele ocurrir. El mediodía se desparramaba ciegamente y las ranas existían. No me las había comido. Y también los grillos existían. Yo no los había matado. Y existía el silencio porque nadie lo nombraba. Si no hubiera existido, ese día igualmente habría sido hermoso. A la hermosura se le da por prescindir de lo seguro. Las hormigas voladoras no se parecían mucho a los dragones, por corpulencia ni por costumbres. A la hermosura se le da por prescindir de los tamaños. Esa es una realidad reconfortante.
MACEDONIO HERNÁNDEZ MicroFricciones en EDICIÓN CYRANO
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PENSAR BARRANCA
Lo vi al tipo.
Lo vi caminando por calle Italia.
Y no sé bien si era de noche o el tipo era la noche.
Pero el tipo caminaba por calle Italia y la noche le comía la sombra y los pasos.
¿Había gente en la calle?
Es probable. Pero la presencia de gente no implica compañía.
¿No les pasa esto a veces?
Andar solos entre la gente.
En la esquina de Italia y Zeballos el tipo intenta pensar para no sentirse tan solo. Y piensa en Galileo. Hay que estar medio pavote para pedirle compañía a Galileo.
Diálogos sobre los sistemas máximos.
Qué pedazo Babel que somos…
“Hay confusiones sutiles”, piensa el tipo. “Un incremento negativo, por ejemplo. O el aumento de la lentitud.
Hay confusiones dialécticas. Confundir velocidad con rapidez. Potencia con energía”.
Al llegar a la esquina de Italia y Rioja, el tipo observa al cartonero revisando las cosas que arrojan desde una casa de falsas reinas.
El tipo piensa: “Mire, Galileo, están los que confunden dar con compartir”.
Escuchen.
Yo podría ahora seguir contando el andar de este tipo por calle Italia hasta verlo llegar a la barranca del Río Paraná. Podría entonces apelar a Galileo, la caída libre de los cuerpos y contarles la caída no libre de ese tipo por la barranca.
También podría decir que la gente no ve a la gente.
Que los amigos de Facebook no son amigos de uno sino de Facebook.
También podría hacer pasar al tipo sobre la baranda, arrimarlo al abismo y confundirlo con tanto Babel.
Y ser con esto, coherente a lo que muchos educadores nos inculcan hoy a través de sus escuelas de difusión.
Miren conmigo.
Ahí lo tenemos al tipo. A un paso del abismo barranca.
Es de noche. Nadie reparará en su salto. Y hasta es posible que nadie note su ausencia cuando salga el sol.
Pero si hago esto me lo hago a mí.
Y a ustedes.
Y yo no sé si hay alguien ahí, ahora, escuchando.
Pero hagamos otra cosa.
Porque “hacer” tiene que ser “hacerse mejor”.
Hoy te dicen: o te matás o te matan.
Tal vez por eso la gente buena tiende al suicidio…
Pero hagamos esto.
Entonces el tipo piensa. Y piensa en Babel. Y piensa en la confusión. Velocidad y rapidez. Potencia y Energía. Dar y compartir. Vos y yo.
Y ahí, por fin, logramos que sonría.
El tipo sonríe porque piensa. Vos y yo. “Esta confusión no me preocupa”. Es más, piensa el tipo, “vos y yo, confundidos, somos un paradigma Babel. Toda una erótica de Babel, la confusión de las lenguas. La tuya y la mía. Tu beso. Nuestro beso”.
Escuchen. También hagamos esto.
Entonces el tipo gira sobre sus pasos y regresa. El tipo vuelve algunas cuadras por calle Italia. Hasta una esquina que conoce bien. Muy bien.
Y en esa esquina el tipo le dice a la noche, en voz alta.
“No se odie por hacer... es necesario amarse para vivir.
Hacer es hacerse mejor”.
Y ustedes podrán bien decir. “Era un tipo, nada más que un tipo”.
Es verdad. Un tipo de nuestra tipología. Tipos y estereotipos.
¿Pero saben una cosa?
Ganarle a la tristeza y a la soledad, aunque sea una sola vez en la noche de una noche, bien vale la pena.
Y si además, hay alguien ahí escuchando con ganas de reescribir soledades y tristezas, que se venga.
Venga, vamos a caminar por calle Italia, vamos a ver el río.
Vamos a hacer para hacernos mejor.