despelotario gataluna


Supo escribir el viejo Ernesto Sabato, un poco “Antes del Fin”:
“Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira.”

Por eso, en mis sueños viejos soñaba yo ciudades de Lituania.
Y en esas ciudades iba a buscar a mi abuela.
Y mi abuela me mostraba las ciudades que yo soñaba.
Y las ciudades estaban vacías.
Y mi abuela me preguntaba para qué soñaba yo ciudades vacías de Lituania.
Y yo le contaba que en un sueño había soñado que en una ciudad de Lituania alguien escribía cuentos para mí.

Y mi abuela me preguntaba qué cosas contaban esos cuentos.
Y yo le decía que esos cuentos me contaban dónde estaba la mujer de mis sueños.
Entonces, mi abuela, que sabía que nadie escribía cuentos para mí en Lituania, un día, después de muerta, se puso a escribir.

Es fácil, dice mi abuela Valeria cada vez que me escribe desde algún sueño: no hace falta ir a Lituania.
Basta con ir a Saladillo en bicicleta.
Es fácil, dice mi abuela: yo te escribo.
Vos desarmá mis cuentos.
Después, y esto es lo más importante, dice mi abuela: dejate de joder. Invitá a la mujer de tus sueños a pasear en bicicleta por Saladillo.
Y vas a ver que todo lo demás, será una revolución en las estrellas.

Entonces mi abuela se pone los auriculares y escucha esa canción dedicada al pelado Luca: “Soy quien no ha de morir”.

Y se va con el pelado Luca a tomar unas ginebras en los bares de Ningunaparte.

Tonces, desarmo los cuentos de mi abuela para decirte…

Yo te escribo con los dedos llenos de voces.
Y mis voces te hablan del viejo maquetista que proyecta la construcción de un acueducto para vaciar los océanos. Por ese canalón, el agua ha de buscar el horizonte hasta caer en formidable cascada sobre la luna inundando los mares selenitas.
Vos, te reís de mis mentiras y creés que el mundo es eterno.

Y yo, que te escribo con los dedos llenos de voces, apenas puedo rozar mi aliento por el filo de esa luna sedienta. Pero después termina el mundo o desaparece el lenguaje o no hay más tiempo, que es lo mismo.

Y en los océanos del habla empiezan a perderse los signos. Yo mismo veo caer más allá del horizonte el aullido de la última letra. Y corro, con los ojos cerrados, por las calles para contarte.


Y entonces, tu mano acaricia mi espalda.
Y me despierto, después de tantos años, abrazado a vos.
Y tu mano y tus besos arreglan mis sueños.

En la compu suena esa canción: “Soy quien no ha de morir”.

Por eso, en mis sueños nuevos sueño ciudades de Lituania.
Y en esas ciudades vamos a buscar a mi abuela.
Y mi abuela nos muestra las ciudades que yo soñaba.
Y las ciudades están ahora llenas de vos.
Y mi abuela me pregunta para qué soñaba yo ciudades de Lituania.
Y yo le cuento que en un sueño había soñado que en una ciudad de Lituania alguien escribía cuentos para mí.
Y mi abuela me pregunta qué cosas contaban esos cuentos.
Y yo le digo que esos cuentos me contaban dónde estaba la mujer de mis sueños.
Entonces, mi abuela, que sabe que nadie escribía cuentos para mí en Lituania, me dice:

Es fácil.
Y te mira. Y las dos sonríen.
Entonces, vos desarmás mis cuentos.
Y nos vamos a pasear en bicicleta por Saladillo.
Y me cantás al oído:
“En las calles de tus pensamientos
en cualquier lugar,
me verás…”
Y todo lo demás, ya es una revolución en las estrellas.

Supo escribir el viejo Ernesto Sabato, un poco “Antes del Fin”:
“Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira.”

Y sueño entonces…
Una hoja. Del viento. Cae. Del viento cae. Una hoja. Cubre al árbol. Le canta al oído que no tiene. Una hoja. Le canta al árbol. Del viento. Canta. Le cuenta al oído que no tiene. Todo. Cuando te amo. Una hoja. Cuando te amo. Del viento. Una hoja. Que me canta al oído que no tengo. Porque viento.

Y vos, de viento me cantás:
“Árbol de sombra joven
seré el remanso fiel…”

Y entonces sí. Como mi amor. Del viento. Todo. Entonces todo. Una hoja. Así será para siempre la calle donde sueño todas las madrugadas. Una hoja. Del viento. Porque viento.

Y mi abuela Valeria y el Pelado Luca nos ven pasar por la plaza Las Heras. Y en el aire de los árboles las hojas caen cantando tu voz que me canta al oído que ahora tengo:

“Soy el sonido de tus pasos
la claridad de tu despertar…”





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indiferencia


El viejo Franz Kafka, en algún lugar de “El Castillo”, escribe acerca de una mujer que regresa a las ruinas de su casa. Una y otra vez vuelve en inciertos accidentes del día o de la noche.

Ella vuelve una y otra vez a esas ruinas con la misma indiferencia y desencanto que caracterizaron sus últimos años de convivencia con las cosas y con las ánimas que aún habitan en la casa.

Cada vez que regresa repite sus mismos gestos. Con indiferencia y desencanto limpia, lava y recoge para llevarse alguna que otra reliquia.

Y vuelve a partir con la misma indiferencia y desencanto.

Dicen que las cosas y las ánimas de esas ruinas aún conservan por esa mujer el amor y el afecto que los uniera tiempo atrás.

Pero con cada nueva llegada de la mujer, las cosas y las ánimas también comienzan a verla con indiferencia y desencanto.

Dicen que la indiferencia es una grieta que se abre al olvido.

Y es triste, cuenta el viejo Kafka en algún lugar de su castillo, es profundamente triste intuir que ciertas historias de amor puedan llegar a perderse para siempre.

Perderse para siempre, incluso, entre las hojas del libro que alguna vez hemos escrito.


CASAdeÁNIMAS | Sergio Francisci






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